Le gustaba sentarte en medio de la plaza con cualquier libro, a ratos leía, a ratos miraba la calle. A veces se distraía con las conversaciones de la gente, le gustaba un vestido o unos zapatos. Dejaba que oscureciera, para ver aparecer aquella hermosa farola, para que la luz le iluminara las páginas de su libro, para que las hojas cambiaran de color de blancas a amarillas. Estaba cerca de una iglesia, que cada hora hacía que sonaran sus campanas. Eso era lo único que le devolvía a la realidad. En su intento de escapar de la soledad había terminado presa de la literatura. Para vivir otras historias, para no vivir la suya. No sabía vivir si no era de palabras. Y pensaba: Yo no quería esto, yo no quería autobuses, cielos solitarios, cafés fríos. M. no quería estar sentada allí, ella no pidió que él se le apareciera en su vida. Pero tampoco quería los lunes sin él. Lo que quería eran sus palabras cada mañana escritas en su espalda. Café para dos. Cama matrimonial. Dos boletos para el cine. Quería que fuera como Nicolas Cage en Leaving Las Vegas, quería que fuera Joseph Gordon Lewitt en 500 Días con ella, quería que fuera este o aquel otro que la sacara de esa banca y le dijera: Deja de leer, te invito a un café. Lo que quería era besarlo despacio, muy despacio, y que él quisiera que ese instante fuera interminable. Que no hubiera despedidas, ni encuentros, sólo escapar del tiempo. Que la hicera vivir de palabras. Le gustaba sentarse en medio de la plaza a leer, y cuando ya no quedaba nadie en las calles volvía a casa, despacio, anotando en su libreta: Hoy tampoco ha aparecido. Tachando un día más en el calendario. Para saber que algún día había que quitarse esa horrible costumbre, ese viejo hábito de esperar a quien sabía, no iba a venir.
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