Con las luces apagadas pero las persianas subidas, con los ojos cerrados pero el corazón abierto, estaba tumbada ahí en la cama, sin quererse mover, respirando rápido. Respirando profundo. Sintiendo como un hormigueo recorría su cuerpo y el tirante de su camiseta seguía abajo. La almohada suave y un vaso de agua en el buró le recordó las lágrimas que había llorado aquella noche, como cuando la lluvia era torrencial en un día de Junio, como la brisa de la tarde en la playa que le escupía en la cara. Sus ánimos eran débiles y sus labios punzantes, los huesos de su espalda se delineaban en la sábana y ella pensaba. No pedía mucho, sólo quería que él pensara en ella, de vez en cuando, a ratos. Que no pudiera evitar acordarse de ella cada vez que sonara su canción o que sonriera cada vez que se pusiera esa camiseta. Que la llamara, que la extrañara, pero sabía que no pasaría, ni hoy, ni mañana, ni siquiera la semana entrante. Aún no hay máquinas del tiempo, todavía hay muchos funerales.

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