Eran las cinco de la mañana, sentados en la sala y la conversación se estaba tornando aburrida, así que dijiste que te irías a la cama pronto. Entraste a la cocina para dejar los vasos y yo me colé en tu habitación. Pensé en esperarte ahí hasta que te escuché subir por las escaleras y fingí que estaba durmiendo, esperando que entraras despacito y te acostaras junto a mí. Pusiste tu brazo al rededor de mi hombro y de pronto pareció que la habitación se hizo más fría, así que nuestros cuerpos se acercaron más y empezamos a hablar sobre el clima. Dijiste que la mañana siguiente todo sería más divertido y que podríamos sentarnos en el pórtico para ver caer el sol. No sabía hasta dónde iba todo esto, hasta que me besaste.
Comenzó a llover, estabamos abrazados cuando desperté. El reloj marcaba las seis de la tarde y el frío penetraba por todos lados, pero el lecho seguía tibio y cómodo. El cuarto oscuro y las ramas de los árboles golpeaban la ventana. Bajé a la cocina y puse la cafetera. El aroma era exiquisito, delicado y se esparcía poco a poco por toda la casa, el olfato comenzó a agudizarse. Fui a despertarte y tú me mirabas desde la cama con esa sonrisa y tu pelo despeinado. La taza calentó tus manos y una gota se deslizó en el borde. Aquel fin de semana que habíamos pasado juntos es algo que nunca olvidaré, viendo televisión en pijama y tomando vino porque la leche se había terminado. Estaba tan sorprendida de cómo había ocurrido todo aquello. Tu mejor amiga estaba un poco celosa, llamó por teléfono y dijo que pasaría a visitarte esa misma noche. Tomé mi bolsa y me acerqué a la puerta para despedirme, nos dimos un beso en la mejilla y me alejé de ahí.
Nos dijimos adiós y pasaron los años, volvimos a vernos una noche de sábado, otro país, otra ciudad, otra vida, pero la misma mirada felina. Aquella noche entré en el bar, no recuerdo si tenía bien atada la corbata, pero recuerdo que el calor era infernal, calor de verano, calor que calentaba hasta un témpano de hielo. Busqué con la mirada un lugar vacio, miré una y otra vez hasta que te vi, sentada en una mesa, las pequeñas velas en el centro enmarcaron tu rosto con un haz de luz: tu cabello negro, largo un poco más abajo de los hombros. Sostenías una copa y mirabas atentamente a la puerta, como esperando encontrarte con alguien y de repente aparecí yo, con los ojos brillantes y el corazón latiendo a una velocidad descomunal, no sabía si te acordarías de mí, si me reconocerías después de tanto, después de ése fin de semana cuando te despediste en mi puerta. La pregunta se quedó en el aire... ¿Te acuerdas de mí?.
Comenzó a llover, estabamos abrazados cuando desperté. El reloj marcaba las seis de la tarde y el frío penetraba por todos lados, pero el lecho seguía tibio y cómodo. El cuarto oscuro y las ramas de los árboles golpeaban la ventana. Bajé a la cocina y puse la cafetera. El aroma era exiquisito, delicado y se esparcía poco a poco por toda la casa, el olfato comenzó a agudizarse. Fui a despertarte y tú me mirabas desde la cama con esa sonrisa y tu pelo despeinado. La taza calentó tus manos y una gota se deslizó en el borde. Aquel fin de semana que habíamos pasado juntos es algo que nunca olvidaré, viendo televisión en pijama y tomando vino porque la leche se había terminado. Estaba tan sorprendida de cómo había ocurrido todo aquello. Tu mejor amiga estaba un poco celosa, llamó por teléfono y dijo que pasaría a visitarte esa misma noche. Tomé mi bolsa y me acerqué a la puerta para despedirme, nos dimos un beso en la mejilla y me alejé de ahí.
Nos dijimos adiós y pasaron los años, volvimos a vernos una noche de sábado, otro país, otra ciudad, otra vida, pero la misma mirada felina. Aquella noche entré en el bar, no recuerdo si tenía bien atada la corbata, pero recuerdo que el calor era infernal, calor de verano, calor que calentaba hasta un témpano de hielo. Busqué con la mirada un lugar vacio, miré una y otra vez hasta que te vi, sentada en una mesa, las pequeñas velas en el centro enmarcaron tu rosto con un haz de luz: tu cabello negro, largo un poco más abajo de los hombros. Sostenías una copa y mirabas atentamente a la puerta, como esperando encontrarte con alguien y de repente aparecí yo, con los ojos brillantes y el corazón latiendo a una velocidad descomunal, no sabía si te acordarías de mí, si me reconocerías después de tanto, después de ése fin de semana cuando te despediste en mi puerta. La pregunta se quedó en el aire... ¿Te acuerdas de mí?.
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